Amalia de Llano y Dotres nació en Barcelona el 29 de abril de 1822 y falleció en Madrid el 6 de julio de 1874, fue una destacada figura de la vida cultural del Madrid del Siglo XIX. Mujer hermosa, de ingenio y encanto, buena conversadora y excelente amazona, fue apreciada en la vida social madrileña. Fue además, por matrimonio, condesa de Vilches y vizcondesa de La Cervanta. Amalia contrajo matrimonio el 12 de octubre de 1839 con Gonzalo de Vilches y Parga (1808–1879). La pareja tuvo dos hijos: Gonzalo de Vilches y Llano y Pilar de Vilches y Llano. El 8 de diciembre de 1848, la Reina Isabel II ennobleció a Gonzalo, elevándole a la dignidad de conde de Vilches, previo ennoblecimiento con el título de vizconde de La Cervanta. La condesa de Vilches participó y organizó obras de teatro, así como encuentros literarios muy frecuentados por figuras intelectuales y artistas de su época. Gran aficionada a la literatura, probó suerte como escritora. Consiguió publicar dos novelas: Ledia y Berta; esta última vio la luz el año de la muerte de su autora. De su círculo de amistades formaba parte el pintor Federico de Madrazo, quien la retrató en 1853. La condesa pagó por el cuadro 4.000 reales. La condesa de Vilches apoyó incondicionalmente a Isabel II y era muy favorable a la Restauración borbónica. La muerte de Amalia, ocurrida el 6 de julio de 1874 en Madrid fue muy sentida por la sociedad madrileña, tal y como lo reflejan los artículos que se le dedicaron en periódicos de la época. Fue enterrada en el Cementerio de San Isidro de Madrid, en el panteón familiar de los marqueses de Almonacid de los Oteros.
Madrazo la retrató con un vestido de raso azul con volantes cuya falda, de muy amplio vuelo, según el gusto del Segundo Imperio, se despliega en forma oval en la parte inferior de la composición, rodeando con elegancia la figura. El artista representó con habilidad los numerosos pliegues, realzados por los visos del raso. Pintó éstos con pincelada muy suelta y certera, en dirección al borde de la falda, que forma ángulos en zigzag, a la moda de 1853. Su rico chal de Cachemira bordado en oro y plata, con borde dorado y forro glasé de seda, cae del brazo del amplio sillón tapizado. El escote, bajo y amplio, deja ver la belleza de los hombros de la condesa, cuyo delicado modelado acentúa el pintor con un uso sutil del claroscuro. Sólo lleva dos brazaletes, uno de oro y otro de oro y piedras preciosas, además de una sortija, y esa discreción en las joyas, índice de la mayor elegancia en ese período, realza la belleza de los bien torneados brazos, cuidadosamente dibujados por el artista. Por medio de la luz y el dibujo se destacan sobre un fondo en penumbra, apenas definido, el terso volumen de la figura y las relucientes superficies de las joyas, los clavos dorados, la madera y las telas. El cabello, negro brillante, con casquetes que tapan las orejas, y con las trenzas dispuestas como diadema, acentúa la gracia ovalada del rostro, de encantadora expresión gracias a su mirada y a sus labios que, ligeramente abiertos, forman una leve sonrisa.
Así, el pintor trató de representar, además de la belleza, la gracia de la dama, también patente en la actitud de las manos. La izquierda sostiene con negligencia un abanico de pluma y la derecha toca el rostro con los dedos anular y meñique.
La obra perseguía ciertamente la gracia, pero tanto el colorido como la peculiar actitud de la modelo resultaban poco habituales en el retrato español del momento, por lo que debieron sorprender por su refinamiento. La pintura, se somete a un dibujo riguroso, en el que predomina la armonía del patrón de la forma oval del rostro, el abanico, la gran falda desplegada en horizontal y el respaldo del sillón, que enmarca verticalmente la figura. El óvalo se introduce, incluso, en el propio formato de la composición a través de las fingidas enjutas de los ángulos. De todos modos, en la sugerida profundidad de la estancia, en cuya pared del fondo parece adivinarse un espejo octogonal, puede percibirse un cierto eco velazqueño. Por el equilibrio de la composición, la elegancia del dibujo y la gran habilidad en el manejo de una pasta delgada que se adapta tanto a los sutiles esfumados de las carnaciones como a los límpidos (en el primer término) o velados (en el segundo) reflejos de la luz, este retrato es la obra maestra de su autor.
Madrazo era exponente de la corriente más clasicista de la pintura decimonónica. Estudió en París y allí recibió el influjo de Ingres, que se rastrea en cada rasgo del cuadro: la pureza de la línea, las carnes blancas y el detalle de los ropajes. A estos rasgos aprendidos en el taller de Ingres, Madrazo añade una delicadeza en el tratamiento del tema y el manejo de colores, luz y texturas, que hace fácilmente reconocible su obra.
Hermosísimo cuadro mrsdarcy, es asombroso el detalle de las telas, tanto de los pliegues del precioso vestido como de la tapicería de la butaca o del cuadrante.
ResponderEliminarsi! me encanta como consigue pintar el raso del vestido tan al detalle, k parece tan real. me recuerda mucho a las pinturas de Ingres
ResponderEliminar